buscamos algo de magia

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domingo, 27 de diciembre de 2009

De diversas figuras

Tomó la luz y echó a correr. Corrió con la luciérnaga en su puño, atravesando la playa. Agitando el bracito y los rizos y el cuerpo delgado. Ese día su cuerpo sintió ser uno de esos fuegos artificiales que explotan en las fiestas. Era lo mismo que los fuegos. Si uno cierra los ojos e imagina ser un mar blanquísimo encontrará dentro de este un punto de armonía que le abastece. Cuando se ama, este punto puede incendiarse. Ella amaba. Así, ella corría con luciérnaga en mano, pero con el cuerpo explotándole de una manera hermosa. Primero una estrella posó sobre su vientre; la estrella iluminó su mar blanquísimo y comenzó a incendiarle el cuerpo. Su cuerpo no pudo más y comenzó a temblar dentro de sí mismo todo lo que pudo haber temblado. Iba corriendo y temblando. Resquebrajando e incendiada. Corrió con su cuerpo en llamas.

Luego sintió como de su cuerpo se comenzaron a escapar las llamas. Que a la vez parecían mar, por tener olas. Algo se escapaba de ella en una suerte de movimiento de olas. Eran colores y luces y aguas expulsadas de su cuerpo. Una ola. Una ola más. Una ola más venía. Una ola más venía atravesándola. Una ola más venía perforándole la piel. Una ola mas que se escapaba. Y luego ya las olas fueron esparciéndose y tronando en el aire con sus colores brillantes… Y la luciérnaga trepándose al vuelo de Adriana. Y Adriana montándose al vuelo de la luciérnaga. Fue el paso de una estrella luminaria por la playa…

Al llegar a casa se acostó en su hamaca de algodón. La tibieza de su cuerpo era la reminiscencia de su carrera en la playa. Esta tibieza la hizo cerrar los ojos para imaginar lo que vendría después de ese amor incendiado. Y lo que vio venir fue mar y más mar. Y lo triste que había sido levantar la mano para despedir a quien se ama. Alguien allá arriba. Alguien en la proa de fierro con la mirada bien fija en ella. Ni modos, había que partir. Ya se sabía.

Y sin embargo, meditaba Adriana, era injusto. Pero ponerse a pensar en lo que se llama justicia y relacionarlo con este tipo de cosas es algo más bien risible. Nada tenía que ver la justicia y sí el destino o la simple vida. Se acomodó la mitad del rostro sobre la almohada y durmió. Y vio todo lo que le resultaba mejor. Se vio ser un ave naciéndole de un costado. Imaginó gaviotas blanquísimas brotando del mar; un vuelo un tanto inclinado de una sucesión de gaviotas. Gaviotas que brotan, y sus hermanos vieron como a ella se le dibujaba una sonrisa. Vio una diversidad de animales con las extremidades transformadas. Luego se vio en la posibilidad de un farol y de una flor. Luego sintió uno de sus brazos tornarse puente. Y luego se encontró navegando el mar en sí misma. Y luego ella se tornó en un pequeño bosque con los árboles de color más verde y real nunca antes soñado y ni siquiera visto. Y le dio miedo. Pero ya nada se pudo hacer, pues para cuando quiso escapar de su sueño ella ya era un árbol y tenía por raíces piernas y por cabellos hojas y por viento tierra. Y esto ya no le resultó lo mejor que puede resultar algo.

Entonces abrió los ojos. Se levantó de su hamaca. El miedo aun la rondaba como un gran lobo negro. Se sacudió el lobo tanto como pudo. Comenzó a jugar con sus hermanos. Papalotes en el cielo azul- y sonrió. Y lo dijo: papalotes en el cielo azul. Y volvió a sonreír. Luego comenzó a reír y fue a tirarse de regreso a la playa. Y se cubrió de arena la piel. Y se baño en el mar. En el mar suspiró. Decir adiós. Decir adiós a lo que se ama. Le dio risa, era-algo-como-para-reír. No como el amor, que-no-es-algo-como-para-decir-adiós. Y la risa se le hizo llanto. Porque no era posible que con levantar un brazo y sacudir la palma de la mano todo acabara. Sino que ocurría todo lo contrarío. Entonces dio cuenta de que sí había algo que la esperaba: un bosque verdísimo e inmenso en su virginidad. Y se dio cuenta de que nada acabaría sino más bien que todo continuaría. Y lo que continuaba era perderse en ese bosque verdísimo, oscuro y profundo y virgen. Y le dio miedo. Y allí fue a descansar. A este miedo fue a morar. Si se puede decir morar en el miedo.

Y allí lo que encontró fue el frio, frio como surgido del aire. Entre sueños y en el estupor que la rodeaba tarde a tarde encontraba, también, llamas para incendiar su cuerpo. Cerraba los ojos para explicarse mejor estas llamas. Un día comprendió que separarse de lo que se ama es como continuar de la peor manera posible un incendio. Porque es como desgarrar a la llama misma y dolerla y hacer que busque su antiguo yo. Por eso seguía ardiendo y por esto comenzaba a dar gritar por las noches.

Después comenzó a soltar los gritos en medio de la blancura del mar y de la playa y a medio día. Pero no había quien pudiera desenredar ese grito e hilarlo de manera diferente, para su agrado o ayuda. Su cuerpo tan solo ardería, así, por un tiempo prolongado. Un fuego medio extinto hasta que ese fuego se desapareciera en sí mismo o se continuara en sí mismo. Tal vez el fuego cambiaria de color. Un día Adriana se encontró incendiada en si misma pero sin lamento. Ese día a su bosque le crecieron aguas azules y verdes y bastas. Y demasiado canto. Y demasiadas aves. Que son su esperanza y allí comenzó a yacer. Encontró un pequeño jardín donde narrar su realidad. Y entonces, diría:

“De mi ha brotado un ave blanca. Ha volado. Yo dije adiós levantando mi mano. Moviendo el brazo. Ahora lo he dicho con la boca: adiós. Doy gracias, ave, por llevarte de mí este fuego y a mis llamas, por haberme dado a probar frutas como curas y dejar sobre mi hombro a mis palabras.”

2 comentarios:

  1. hey may¡¡¡ maestra may! que le dijo un cronopio a otro cronopio?

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  2. jajajaja

    el mundo debería de ser una risa gigante y enorme, que todo lo inunde y que todo lo cubra.

    con base a qué? a una tardeada de postres y una fiesta en cartulina de morros melindrosos y travestis :D:D

    ¡Que viva la gula!

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